Para Quinoff
…
Cuando Giuseppe se casó con Elisabetta Premazone no se imaginaba el problema que estaba contrayendo.
Giuseppe Tartini era un joven de dieciocho años, estudiante de abogacía en la Universidad de Padua, donde demostró ser un buen litigante, con la espada, hemos de señalar. Y su prometida, Elisabetta, era una de las “favoritas” del Cardenal Giorgio Cornaro. Cuando el religioso se enteró de la boda entre el estudiante y su “favorita” se sintió indignado, como seguramente se hubiera sentido Gianantonio, el padre de Giuseppe, de seguir con vida, pero debido a que Elisabetta era mayor que su hijo y de distinto estamento social.
Por lo tanto, Giuseppe, acusado de "abducción" por su excelencia y siguiendo los consejos de su instinto de supervivencia, tuvo que abandonar a su recientemente desposada cónyuge y partir hacia Asís, al monasterio de San Francisco. Que este sitio fuera el punto que determinara como su escondite no debió de ser una casualidad, de ninguna manera algo azaroso, pues cuando niño, los padres de Giuseppe, Caterina Zangrando y el mencionado Gianantonio habían decidido por su vástago que su destino era convertirse en un monje franciscano (y en última instancia, fue por estos estudios con los franciscanos, que nuestro fugitivo tenía ciertos conocimientos musicales).
Ahora, más allá de estos hechos históricos, nos adentraremos en los terrenos cenagosos de la leyenda, y es posible que un vaho espeso cubra nuestras miradas. Es decir, quizás lo que yo escriba y lo que lean Vds., amables personas quienes me siguen en esta narración, no sea del todo cierto, pero a lo mejor sí entretenido. Vos diréis, entonces.
Estando nuestro joven amigo, Giuseppe, encerrado en la celda, amablemente compartida por los buenos hermanos del Monasterio de San Francisco en Asís, a punto de quedarse dormido, vio aparecer ante él una imagen hasta cierto punto oscura, aún cuando paradójicamente brillante (puesto que podía verla en las tinieblas de su encierro). La imagen le habló, y se presentó, sin más miramientos, como el Diablo, ni más ni menos. Según le explicó, no era su intención causarle espanto ni hacerle daño; lo único que deseaba era servirle. Y, para que vean que fue aquella una noche paradójica, al señorcito Tartini no se le ocurría nada qué pedirle. Finalmente, Giuseppe recordó que él mismo era violinista, un músico (con ciertos conocimientos básicos, ya dijimos), y le pidió a la figura oscura que tocase algo para deleitarle.
Como un genio de las Mil y una noches ("escucho y obedezco"), la figura tomó el violín, que Giuseppe usaba para acompañar los servicios religiosos, afinó las cuerdas y, sorpresivamente, comenzó a tocar la música más maravillosa que hubiera escuchado nuestro encerrado amigo, quien permanecía en silencio y casi sin poder respirar, sintiéndose sobresaltado al escuchar cada deslumbrante trino producido por la relampagueante destreza del siniestro.
Justo cuando terminó la interpretación, Giuseppe despertó.
Sí. Aparentemente, todo había sido un sueño; trató de recordar cómo sonaba la música que había escuchado mientras dormía. Apuntó lo que recordaba y se transformó en lo que Tartini (ya no nuestro querido, joven e inexperto Giuseppe, sino Tartini el gran compositor y teórico) llamó “La sonata del trino del diablo” para violín solo y bajo cifrado.
Y según se dice, las palabras finales de Tartini para Jérôme Lalande, el astrónomo francés, al relatarle esta historia (o una parecida, al menos), fueron éstas: “(Mi composición) es tan inferior a lo que escuché, que si hubiera podido subsistir por otros medios, hubiera hecho pedazos mi violín y abandonado la música para siempre.”
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Cuando Giuseppe se casó con Elisabetta Premazone no se imaginaba el problema que estaba contrayendo.
Giuseppe Tartini era un joven de dieciocho años, estudiante de abogacía en la Universidad de Padua, donde demostró ser un buen litigante, con la espada, hemos de señalar. Y su prometida, Elisabetta, era una de las “favoritas” del Cardenal Giorgio Cornaro. Cuando el religioso se enteró de la boda entre el estudiante y su “favorita” se sintió indignado, como seguramente se hubiera sentido Gianantonio, el padre de Giuseppe, de seguir con vida, pero debido a que Elisabetta era mayor que su hijo y de distinto estamento social.
Por lo tanto, Giuseppe, acusado de "abducción" por su excelencia y siguiendo los consejos de su instinto de supervivencia, tuvo que abandonar a su recientemente desposada cónyuge y partir hacia Asís, al monasterio de San Francisco. Que este sitio fuera el punto que determinara como su escondite no debió de ser una casualidad, de ninguna manera algo azaroso, pues cuando niño, los padres de Giuseppe, Caterina Zangrando y el mencionado Gianantonio habían decidido por su vástago que su destino era convertirse en un monje franciscano (y en última instancia, fue por estos estudios con los franciscanos, que nuestro fugitivo tenía ciertos conocimientos musicales).
Ahora, más allá de estos hechos históricos, nos adentraremos en los terrenos cenagosos de la leyenda, y es posible que un vaho espeso cubra nuestras miradas. Es decir, quizás lo que yo escriba y lo que lean Vds., amables personas quienes me siguen en esta narración, no sea del todo cierto, pero a lo mejor sí entretenido. Vos diréis, entonces.
Estando nuestro joven amigo, Giuseppe, encerrado en la celda, amablemente compartida por los buenos hermanos del Monasterio de San Francisco en Asís, a punto de quedarse dormido, vio aparecer ante él una imagen hasta cierto punto oscura, aún cuando paradójicamente brillante (puesto que podía verla en las tinieblas de su encierro). La imagen le habló, y se presentó, sin más miramientos, como el Diablo, ni más ni menos. Según le explicó, no era su intención causarle espanto ni hacerle daño; lo único que deseaba era servirle. Y, para que vean que fue aquella una noche paradójica, al señorcito Tartini no se le ocurría nada qué pedirle. Finalmente, Giuseppe recordó que él mismo era violinista, un músico (con ciertos conocimientos básicos, ya dijimos), y le pidió a la figura oscura que tocase algo para deleitarle.
Como un genio de las Mil y una noches ("escucho y obedezco"), la figura tomó el violín, que Giuseppe usaba para acompañar los servicios religiosos, afinó las cuerdas y, sorpresivamente, comenzó a tocar la música más maravillosa que hubiera escuchado nuestro encerrado amigo, quien permanecía en silencio y casi sin poder respirar, sintiéndose sobresaltado al escuchar cada deslumbrante trino producido por la relampagueante destreza del siniestro.
Justo cuando terminó la interpretación, Giuseppe despertó.
Sí. Aparentemente, todo había sido un sueño; trató de recordar cómo sonaba la música que había escuchado mientras dormía. Apuntó lo que recordaba y se transformó en lo que Tartini (ya no nuestro querido, joven e inexperto Giuseppe, sino Tartini el gran compositor y teórico) llamó “La sonata del trino del diablo” para violín solo y bajo cifrado.
Y según se dice, las palabras finales de Tartini para Jérôme Lalande, el astrónomo francés, al relatarle esta historia (o una parecida, al menos), fueron éstas: “(Mi composición) es tan inferior a lo que escuché, que si hubiera podido subsistir por otros medios, hubiera hecho pedazos mi violín y abandonado la música para siempre.”