miércoles, 6 de agosto de 2008

Cuento Original: El Charamilero



Siempre estaba sonriente. ¿Por qué...? Siempre estaba mostrando los dientes... los que le quedaban.

Hay otros alcohólicos que pueden parecer sombríos, pero éste no. Él tenía cara feliz. Y no solamente era su faz la feliz, puesto que todo él parecía divertido: la forma como hablaba, como caminaba, su forma de ser, en fin.

¿Quién lo hubiera imaginado? en el fondo de su ser guardaba los fundamentos del arte dramático, una sonrisa y un amargo gemido, pero no mostraba nunca lo último, y en contraposición siempre representaba lo primero. Así lo había elegido.

martes, 5 de agosto de 2008

Cuento Original: Ari y Ati


Don Ari y Doña Ati se la pasaban peleando todos los días. El señor se sentaba a la derecha y la señora a la izquierda de la mesa. Aún si no hablaban ya se sabía que estaban en desacuerdo, era como si nunca fueran a reconciliarse acerca de algo que había sucedido hacía mucho tiempo.

Los sitios junto al centro de la mesa siempre estaban vacíos. Y, ni en broma, se les hubiera ocurrido al Don o a la Doña ocuparlos. Había un como límite invisible establecido por las reglas de convivencia (o desavenencia).

Por lo dicho, se podría deducir que tratamos acerca de algún matrimonio entrado en años, de aquellos cuyos cónyuges viven juntos por costumbre y sin recordar ni porqué, en algún momento, quisieron unirse. Pero no, Ari y Ati eran hermanos (más bien, medio-hermanos).

Aún así, parecía que no podían vivir separados, que se necesitaban mutuamente, aún cuando se odiaran.

Se sentaban a la mesa y pronto comenzaba la pugna.

Había muchos motivos, muchas coyunturas podríamos decir, pero lo estructural, la fricción fundamental, era acerca del tema de la Guerra. No sobre si la Guerra era o no inevitable, pues ambos estaban seguros de que lo era (de hecho, así les gustaba que fuera), ni acerca de las posibles bondades del pacifismo (que sin haberlo dicho nunca a viva voz, consideraban algo imposible, por no decir ingenuo). Sus discusiones eran acerca de si había una distinción entre Guerra gratuita y Guerra justa.

Don Ari sostenía que el ser humano era guerrero por naturaleza, que era el derecho del más fuerte el conquistar al débil, porque si no ¿para qué existía la fuerza y la superioridad?, él decía que cuando era oportuno tomar algo, había que golpear primero y más fuerte. Sus ojos brillaban macabramente cuando emitía estas opiniones.

Doña Ati contraponía a los argumentos de su hermano los que ella consideraba más racionales: No era correcto, de hecho lo calificaba de "inmoral", el abusar de la fuerza. La guerra no podía ser gratuita, era obligado que tuviera una causa, una "causa justa".

"¿Y cuál sería una causa justa?" preguntó Don Ari.

"Pues, por ejemplo, la liberación de un pueblo." Respondió Doña Ati.

"Ah, ya veo." Dijo Don Ari, "entonces si uno quiere liberar un pueblo de, digamos, uno de mis conquistadores, esto tendría que hacerse por medio de la fuerza."

"Así es."

"Pero, me imagino que tus libertadores, hermanita, contarían con recursos limitados. A lo mejor, la única manera de que triunfaran sería aprovechando cierta oportunidad o serie de oportunidades."

"Ajá."

"Y tendrían que usar toda su fuerza en dichos ataques. De lo contrario se arriesgarían a perder la batalla."

"Exactamente."

"Ya, qué interesante. A ver, recordemos todo para tenerlo bien claro: para liberar un pueblo, hay que hacerlo por la fuerza, aprovechando las oportunidades y utilizando toda la fuerza disponible."

"No cabe duda, querido hermano, que por vez primera hemos llegado a un acuerdo."

"Eso me parece, sabia Atenea. Resulta que hemos llegado a la conclusión de que para ser libertador hay que ser conquistador, y si no hay distinción entre uno y otro, tampoco la hay entre mi guerra gratuita y tu guerra justa. Ambas son una sola cosa: Guerra."

Atenea miró fijamente a los refulgentes ojos de su hermano Ares. Por supuesto que no le dio la razón. La tuviera o no, una cosa era clara (y ahora más que nunca) ella tenía para con su hermano una guerra gratuita, y éste para con ella una guerra justa.

lunes, 4 de agosto de 2008

Cuento Original: Sihana


"Eres tan bella como sihana (la luna)."

Eso, me contó, se lo dijo una vez uno de sus maestros.

Pero no, lo que le dijo, ya recuerdo mejor, fue:

"Tu rostro es tan bello como sihana."

(Ya ni recuerdo bien si la palabra era albanesa o macedonia, me parece que era lo último. Debió ser macedonio porque, a fin de cuentas, estamos en la serie griega. Así sí encajaría.)

Entonces, su maestro la llamó luna y el pseudónimo le quedó. Desde entonces fue Sihana, sinónimo de Selene.

Y yo escribí:

Extraño a Sihana,
Ella quien me amó
(Te dua, te dua,
Te dua paku fi:
'Te amo sin límites'),
Con un mar de por medio.
Quien durmió en una isla conmigo
Y peleamos
Y peleamos.
Pero fue también
Mi única compañera de viaje.

domingo, 3 de agosto de 2008

Cuento Original: Sunday


Despertó conmocionado por ese ruido infernal.

Un ruido es: "un sonido indeseado". Así se le define actualmente...

Despertó en ese día domingo a las 10 A.M. porque justo a esa hora aproximadamente se le ocurre al DJ, que no es ningún técnico calificado en acústica ni mucho menos, que una cumbia con una intensidad de entre 65 y 85 decibelios (él, por supuesto, ignora este detalle técnico; solamente sabe que es un musicón) no es molestia ni se acerca al umbral del dolor humano (pero para que no digan que es porque sea una cumbia pues no porque también puede ser el caso que reproduzca una guarimba o qué sé yo cualquier cosa que tenga en su repertorio de discos quemados).

Como cada día domingo, la Muni nos regala a los vecinos de la Avenida Juan Chapín con ese ruido ensordecedor (insisto, ruido porque no lo deseamos, no por el género musical escogido por el jinete de discos sino por el volumen tan alto).

Y bueno, despertó en ese domingo, ¿cómo es que le llaman los anglosajones? sunday: día de sol. Muy conveniente para nuestra historia.

Se percató acerca de que había sido interrumpido en su sueño por una percusión electrónica. "Claro, es que hoy es domingo." recordó, "Creo que no había escuchado algo tan ruidoso desde ese... ¿cómo es que se llamaba? ah, sí, Wagner, pero ese otro, el francés también era ruidoso... el tal Berlioz."

Estos hombres sí que son ruidosos, pensaba. A qué se debería, ¿es que acaso todos están sordos? si ese fuera el caso, nada más fácil que obsequiarlos con unas orejas de burro como las que había transmutado para el imprudente de Midas.

"Pero, no." Pensó benévolamente. "La paciencia es la mejor de las virtudes, he oído decir. Y este ruido infernal ha de terminarse llegadas las dos de la tarde."

El imberbe Apolo decidió aceptar esta afrenta de los pobres peones de su cósmico tablero de ajedrez, quienes tan absurdamente trataban de huir de los callejones sin salida que él les planteaba. Se dio vuelta en la cama y soñó con aquellos días cuando la música era más que un estruendo una armonía universal (pero, de que Pitágoras estaba loco, estaba loco).

sábado, 2 de agosto de 2008

Cuento Original: Saturnino y la marca de los quince minutos


No es que no pudiera llegar a tiempo. Es que no quería.

No importaba lo que sucediera, él siempre llegaba quince minutos después de lo acordado. Esto era lo que llamaba la marca de los quince minutos, es decir T más quince.

¿Por qué iba a querer llegar a tiempo? Para empezar, se había dado cuenta que rara vez alguien era puntual.

Su nombre era Saturnino. Al menos, éste era el que había escogido. ¿Por qué? Porque él era Cronos, el señor del tiempo, el precursor de la ancianidad como diera en llamarle Gustav Holst. Padre de Zeus, Titán invencible (bueno, casi...), y los romanos le habían llamado Saturno... pues, Saturnino entonces.

Y aquí él era el impuntual. Antes era un caso raro. Ahora era normal. Tuvo que despojarse de su mecánica hora tipo británica, de su puntualidad tipo reloj suizo. Pasó, como dirían los existencialistas de los dominios de la improrrogable necesidad de las arenas del desierto a la ondulante contingencia de las arenas movedizas.

El abuelo de los dioses se convirtió del relojero más exacto en el más vehemente defensor y practicante de la hora chapina: Saturnino.

viernes, 1 de agosto de 2008

Cuento Original: "Dónde, ¿dónde habré dejado el Fuego?"

(Pedro Pablo Rubens - Vulcano forjando los rayos de Júpiter)

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Hefaistos amaneció…
Amaneció de cruda…
De caña…
De goma…




Así que después de cuatro intentos, me he decidido…

Entonces,

Hefaistos amaneció de caña…

Ah, pero se me olvidaba,
El cuento no comienza así en mi esquema mental.

No.

El Cuento comienza así:

“Dónde, ¿dónde habré dejado el fuego?”

No, no, no…

El Cuento no comienza así, el Cuento termina así…

Pero, negociemos…

El hecho de que comience así y termine así, es a mi… nuestro parecer, algo fundamental.



Entonces, el Cuento comienza así:

“Dónde, ¿dónde habré dejado el fuego?


Y termina así:

“Dónde, ¿dónde habré dejado el fuego?



Así que es un ciclo.
Aquí podría dejar, digamos abortar, mi narración.
Pero, yo no soy de los que abortan.
Así que veamos cuál es el Nudo.



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“Dónde, ¿dónde habré dejado el Fuego?”

Hefaistos amaneció de caña, principalmente debido a las fiestas dionisíacas; había sido una noche embriagante.

¿Qué le queda por hacer a un dios, quien trabaja incansablemente? Qué le queda sino buscar un sano esparcimiento; un esparcimiento, en fin.

No es que Hefaistos tuviera muchas opciones. El único amor de su vida, de su existencia inmortal, era su trabajo. En él, en su labor, ponía todo su ser. Era lo que le interesaba primordialmente, siempre que podía indagaba sobre los misterios de la metalurgia, sobre el misterio del fuego.

No.

Del Fuego.

Él era el dios del Fuego. Sin embargo, el Fuego era un misterio aún para él, porque él no lo había creado, ni mucho menos inventado, ni siquiera podía atribuirse su descubrimiento. No, el Fuego existió antes que Hefaistos, pero nunca fue el Fuego tan grandioso como cuando el dios volcánico lo tocó por vez primera, como cuando el Fuego lo incendió por vez primera y el dios lo maleó a su antojo.

Mas, aún teniendo una relación tan estrecha con el Fuego, aún sentía que tenía secretos para él. Y esos secretos le fascinaban, pero a veces también lo desesperaban.

¿Cómo él, que conocía tan bien al Fuego, a veces sentía que era la primera vez que lo inflamaba?

Cuando esto le pasaba se descubría indefenso y vulnerable, y eso le gustaba, aún cuando no lo reconociera más que en privado; pero también lo perturbaba, lo horrorizaba.

El día anterior había trabajado como nunca, lo cual le satisfizo, pero también lo agotó. Podemos decir que literal y figurativamente se quemó. Sentía sed como nunca antes la había sentido.

Salió de su taller y vio a Dionisos, quien le ofreció una copa de vino. Sediento, la empinó de un sorbo y pidió una más. Solícito, Dionisos, con la generosidad de quien tiene una fortuna inagotable, se la sirvió.

Al principio, Hefaistos solamente sintió alegría. Pero, luego de un rato, su atención se dirigió hacia el Fuego.

Era como si no pudiera pensar en otra cosa, o en otro “ser”. Nunca lo había visto así, pero, “¿Era el Fuego un ser?”.

Pensó en lo importante que era para él el Fuego, recordó sus momentos de mayor satisfacción. Nunca había amado tanto a nada ni nadie, ni siquiera a su querida Afrodita, quien le causara tantos dolores de cabeza. Nunca había temido tanto perder algo como temía perder al Fuego, ni siquiera su vida, su existencia (la cual, a fin de cuentas, no estaba condicionada puesto que era inmortal).

Ver esta idea de frente, como nunca antes lo hiciera, lo conmocionó.

Se preguntó por primera vez, “¿Qué haría yo sin el Fuego?”.

En su desesperación, ya no bebía por sed; atrás quedó la alegría inicial. Sólo le quedaba la noción de escapar de este horror.

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Hefaistos amaneció de caña, y en su confusión, mientras trataba de recordar lo sucedido, simplemente acertó a preguntarse, mientras despreocupadamente se estiraba y acariciaba la barba:

“Dónde, ¿dónde habré dejado el Fuego?”

capítulo vigesimoprimero: "¿por qué no habré leído el libro octavo hace ocho años?"

Mientras continuábamos nuestra odisea hacia la primera calle y alrededores del así llamado Cerrito del Carmen, les comenté a Sócrates y Platón que últimamente había sentido algunos remordimientos, pero principalmente debido al hecho de ignorar ciertas cosas las cuales se planteaban como evidentes.

Principalmente, y dadas las circunstancias, retomé el hecho de que hasta hace poco me había negado a terminar "La República". Y enfaticé mi sorpresa al leer el Libro Octavo.

"Y, ¿qué ha sido lo que más te ha asombrado?" preguntó Sócrates resaltando la palabra que tanto le gustaba.

"Pues," les dije, "tengo aquí unos apuntes que tomé de la obra de Platón que me parece que será bueno que consideremos."

"Adelante, entonces." Sentenciaron ambos maestros al unísono.

Comencé a leer:

"-Pero el protector del Pueblo, ¿por qué principia a hacerse tirano? ¿no será evidentemente cuando comienza a hacer una cosa parecida a lo que se dice que pasaba en Arcadia en el tiempo de Jupiter Liceo?

-¿Qué dicen que pasa allí?

-Se dice que el que ha comido entrañas humanas mezcladas con las de otras víctimas, se convierte en lobo. ¿No has oído decirlo?

-Sí.

-En la misma forma cuando el protector del pueblo, encontrando a éste completamente sumiso a su voluntad, empapa sus manos en la sangre de sus conciudadanos; cuando en virtud de acusaciones calumniosas, que son demasiado frecuentes, arrastra a sus adversarios a los tribunales y hace que expiren en los suplicios, bañando su lengua y su boca impía en la sangre de sus parientes y diezma al Estado, valiéndose del destierro y de las cadenas, y propone la abolición de las deudas y una nueva división de tierras, ¿no es para él una necesidad el perecer a manos de sus enemigos, o hacerse tirano del Estado y convertirse en Lobo?"

"Ajá." Pronunció Platón como asintiendo a una obvia verdad universal.

"Y esto que sigue." Y leí:

"..., tiene cuidado (el dictador, el tirano) de mantener siempre en pie algunas semillas de guerra para que el pueblo sienta la necesidad de un jefe.

-Así debe ser.

...

-Y también hace esto para tener un medio seguro de deshacerse de los de corazón demasiado altivo para someterse a su voluntad, exponiéndolos a los ataques del enemigo. Por todas estas razones es preciso que un tirano tenga siempre entre manos algún proyecto de guerra."

"Y para finalizar." Leí lo último:

"El pueblo queriendo evitar, como suele decirse, el humo de la esclavitud de los hombres libres, cae en el fuego del despotismo de los esclavos, y ve que la servidumbre más dura y más amarga sucede a una libertad excesiva y desordenada."

"Todo esto lo encontré en el Libro Octavo de tu República, y me pregunto cómo es que Vds. sabían la manera en la cual iban a sucederse los acontecimientos."

"Por la razón." Respondieron ambos con convicción.

Entonces recordé lo que decían los Houyhnhnms “nadie puede desobedecer a la razón sin prescindir de su derecho a considerarse una criatura racional”.

"Pero no te engañes" me dijo Sócrates sonriendo, "la razón no lo es todo."

Platón se sonrojó un poco, pero no le quedó más que asentir a la sensatez de lo que decía su maestro.

Imagen: http://www.canadiannetworkoncuba.ca/Photos_from_Havana.html (en la fotografía Camilo Cienfuegos y Ernesto Guevara)