Era, o parecía, una mujer; incluso, desde mi punto de vista, una mujer bonita. Pero, por su actitud, se me hizo parecida a una serpiente, de ésas que hipnotizan a sus víctimas.
Su indiferencia hacia mí no contradecía una aturdidora aura de prepotencia, que ella irradiaba.
Pensé que la mitología mentía (¿qué tal de petogrulladas?): las mujeres monstruos no son horrorosas. Pero eso sí, son capaces de convertirlo a uno en piedra si se deja intimidar por la mirada que proyectan esos ojos.
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