jueves, 29 de abril de 2010

Cuento original: El conejo saltó (4 de 5)

4

“Es una operación de rutina”, dijeron. “No hay de qué preocuparse.”

Claro, porque “ellos” no eran el sujeto de operaciones y, pasara lo que pasara, se sobreentendía que para con el suprascrito sujeto no existía obligación legal alguna, y aún menos, según el criterio de “ellos”, consideraciones morales al respecto.

La lámpara del quirófano enceguecía a la víctima. Era palpable en sus ojos la percepción de que la cirugía era inevitable. Cuando le acercaron el pañuelo con cloroformo, como una mordaza, trató de oponerse con sus manos.

A uno de los cirujanos se le hizo un nudo en la garganta. Le pareció conmovedor el acto de resistencia final.

“Casi llego a creer que sabe lo que le va a pasar.” Pensó. Y en su fuero interno, casi quiso detener la operación, pero sabía que esta cuasi-intención y la revelación de su cuasi-creencia le acarrearían, ante sus compañeros y el señor profesor, una calificación de “débil e incompetente” y, por lo tanto, una descalificación profesional. En virtud de lo cual, se quedó callado, como casi siempre hacía; en verdad, había detalles que le gustaban y otros que le disgustaban de su quehacer.

Al final, la víctima pareció quedar en estado de inconsciencia. Se veía aún más tierna dormida. El corazón del cirujano con crisis de conciencia comenzó a latir rápidamente. Sintió que el sudor le mojaba los bigotes. De pronto, se dio cuenta que le hablaban, “Deje de soñar despierto. Preste atención.”

“En este momento, vamos a abrir la cavidad toraco-abdominal. Queremos observar el corazón (¡tacatacatacatacatacatacataca!) y los pulmones.” Indicó el señor profesor.

De repente, la víctima abrió los ojos y chilló horriblemente, “¡¿Por qué me hacen esto?!”

“¡Qué chillido más espantoso!” Pensó el cuasi-cirujano de la cuasi-crisis de conciencia. “Es como si fuera uno de nosotros.” Sí, en efecto, era como si la víctima fuera uno de “ellos”. Nunca le había parecido más evidente que ahora.

El otro cirujano, el de a la par, tenía los ojos desorbitados; de por sí, estos eran saltones, pero ahora parecía que iban a salir disparados como balas de cañón.

La angustia fue general.

“Como si fuera uno de nosotros.” Resonaban las palabras en el cuasi-crítico cuasi-cirujano, estudiante.

“Mantengan la calma, señores.” Repetía el señor profesor, con tremenda, cruel, fría serenidad indiferente. “No es para tanto.” Concluyó después de sopesar el asunto en esa balanza en la cual su corazón de piedra era, terminantemente, más pesado que el sufrimiento de un ser irracional.

La criatura, la víctima, no dejaba de retorcerse en la agonía que le causaba el estar herida mortalmente.

Ahí estaba el sujeto de operaciones, con su piel desnuda, sus ojos suplicantes, con lágrimas, escurriéndole como gotas de amargo dolor. Y el señor profesor decía, “No es para tanto.”

El cuasi-cirujano sufrió la escena, con los bigotes empapados en sudor, el corazón latiéndole enloquecido (¡tacatacatacatacatacatacatacatacatacataca!). Por la noche le contó el suceso a su familia y, consternado, se fue a dormir.

“No me gustaría que eso me pasara a mí.” Pensó, muy asustado. Se rascó la oreja, se quedó dormido y soñó.

Soñó que un grupo de seres humanos, con su piel desnuda y sus ojos expresivos, lo diseccionaban a él. ¿En qué mundo retorcido cabía que fueran los seres humanos quienes diseccionaran a otros seres? Era algo imposible, pero en su sueño así sucedía. Cuando el señor profesor humano realizaba la incisión descubrían, bajo su piel de conejo cuasi-cirujano, no la carne y las vísceras de un conejo, sino a un ser humano. Un ser humano bajo el disfraz de un conejo.

“¡Como uno de nosotros!” gritaban horrorizados los cirujanos humanos, y sus gritos y expresiones de repulsión iban en crescendo.

“¡¿Por qué me hacen esto?!” Gritó el cuasi-cirujano cuasi-conejo (en virtud de que en sus entrañas había un desnudo y expresivo ser humano) y entonces supo cuál era el significado del, hasta entonces para él, incomprensible gemido de aquella pobre víctima, sujeto de operaciones, cuyo sufrimiento no era para tanto, pues para con una criatura irracional no había ninguna clase de obligaciones legales ni, mucho menos, morales.

Desesperado, el conejo saltó.

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