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Como un ojo gigantesco, la luna lloró cuando el conejo saltó. Una lágrima gigantesca cayó sobre la tierra. Los árboles se veían distintos aquella noche y la tierra estaba dura. No había monte para comer, así que tenía hambre.
Había monstruos con los ojos luminosos. Miles de monstruos.
Por un momento sintió que el corazón se le salía del pecho: ¡tacatacatacatacatacatacatacatacatacatacatacatacatacatacatacatacatacatacataca!
Todo era ruido y esa luz extraña... y frío... y dureza. El mundo no era el mismo y, aún cuando no lo sabía, él tampoco lo era.
Miedo, confusión. Él no terminaba de entender (ni siquiera había comenzado a hacerlo, realmente), ¡las estrellas estaban tan cerca del suelo y parecían tan frías! Esto era el infierno, ni más ni menos (Xibalbá decían unos, el averno dirían otros...).
¿Y ahora qué?
Saltó...
El conejo saltó. Saltó como nunca lo había hecho. Sin embargo, saltar no es volar, así que comenzó a caer otra vez (ocurrencias de Newton, “todo lo que sube...”). Cuando cayó, todo a su alrededor resonó y hubo un ligero temblor. Su golpe había sido como un relámpago. No, su golpe había sido como el de Cabracán, el destructor de montañas. Él, simple conejo, era como un volcán en erupción, como la lava que esperaba debajo de la tierra, paciente, para explotar con violencia en determinado momento. ¿Quién determinaba el momento? Él, simple conejo.
Él, simple conejo, era (ahora lo veía): miedo invencible en los corazones de los demás seres.
Pero, aún ahora sentía miedo. También el suyo era miedo invencible. Él era el trueno, el volcán, el terremoto... el simple conejo... conejo asustado...
Así que, en medio de la extraña luz ámbar de esa extraña noche (ruidosa noche, llena de monstruos y árboles luminosos), una y otra vez...
El conejo saltó.
1 comentario:
Ahora sí, ya no me siento tan perdida y me gusta más, ¡Espero ansiosa el 3!
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