En un intercambio de regalos recibí un bote de cera de tortuga. No me quejé, por supuesto; a fin de cuentas, ¿quién no se muere por tener un poco de cera de tortuga? Más yo, que nunca había tenido ni un poco de este preciado ungüento.
A lo mejor, lo que recibí fue desproporcionado en cuanto a lo que yo regalé: un elefante blanco.
¿No es maravilloso?
Me imaginé, cuando lo encontré en el bazar, que era el mejor regalo que uno pudiera darle a otra persona.
No era un elefante de cerámica, ni de peluche o cualquier otro material natural o artificial. No era un elefante inanimado, al contrario, era un elefante de verdad. Un precioso elefante bebé. Ya saben Vds. que los elefantes bebés no son nada pequeños, pero ciertamente no son tan grandes como un elefante adulto.
¿Podrán creerme si les digo que la persona a quien le regalé el elefante blanco, no sólo no se mostró satisfecha sino que ni siquiera me agradeció? Paradójicamente, tanto esta persona como el elefante parecieron encajar desde un principio, puesto que no más recibir al elefantito, el receptor se puso pálido. Pero ni por ello recibí el menor gesto de agradecimiento, más bien pareció que el obsequiado sentía desagrado hacia su nueva posesión.
Muchos de nuestros colegas mencionaron lo original del regalo, imagínense Vds., un elefante traído desde la India y que, además, era blanco. Toda una rareza. De hecho, yo nunca había oído hablar de algo así, o eso creo.
...
Pues, verán, la ingratitud de mi obsequiado no solamente fue verbal. Podrán creer que el agasajado fue capaz de ir a la tienda donde compré el elefante con la intención de devolverlo. Pero le fue imposible. Le dijeron que semejante artículo, bajo ninguna circunstancia, tenía devolución.
Y luego, nadie lo aceptaría en la calle. Ninguno de sus conocidos, amigos, parientes, etc. Nadie. Todos le dijeron que no podían aceptar semejante tesoro. Todos parecían huir del elefante blanco, el cual, por otra parte, parecía estar pegado a su dueño, y no tener ni la menor intención de desprenderse.
Se me ocurrió hacerle una visita al dueño del elefante blanco, para inspeccionar cómo iba todo. Sólo para que supiera que me importaba ver qué hacía con mi regalo. No le mencioné en absoluto el hecho de que ya sabía que había tratado de deshacerse del paquidermo albino.
Vi al dueño del elefante convertido en una piltrafa.
Parecería mentira, pero con tan pocos días de tener a esta nueva mascota ya la había malcriado. El elefante no paraba de comer, parecía muchísimo más gordo que la última vez que lo vi. El propietario le traía fardos y más fardos de forraje. Y el elefante comía y comía.
Me pregunté a mí mismo, pero sin comentarlo pues soy un tipo discreto, cómo haría el dueño del elefante para financiar semejantes hábitos alimenticios.
...
Al poco tiempo, supe que el dueño del elefante lo había llevado al zoológico para tratar de que lo retuvieran ahí, donándolo. Pero tampoco ahí quisieron recibirlo, ni siquiera tras los alegatos del propietario del elefante que les decía que iba a convertirse (el paquidermo) en una súper atracción. Al fallar en el ZOO decidió probar suerte en un circo. E igualmente, nadie lo aceptó.
Aún cuando me había hecho de la vista gorda al principio, decidí que era el colmo de la ingratitud que tratara a mi obsequio de semejante manera. Mirá que tratar de deshacerse del elefante y con lo que me había costado encontrar un regalo así de original.
De manera que fui y le eché en cara su actitud.
Me encontré al sujeto más enflaquecido que antes y al elefante más gordo todavía. Ante lo cual, aproveché también para señalarle al dueño del elefante que era una desgracia que para colmo malcriara a la pobre bestia, que la convirtiera en un ser improductivo y avorazado. No era, a mi criterio, la forma de educar a una mascota.
El obsequiado ni siquiera trató de defenderse de mis críticas. La verdad sólo contemplaba al enorme paquidermo, mientras éste utilizando su proboscidio se servía el manjar del forraje.
Algo extraño acerca de este elefante es que ni siquiera producía un solo barrito. De hecho, si no estaba siguiendo a su dueño, el elefante no caminaba. No caminaba, no producía sonido, la verdad lo único que veía que hacía era comer.
Se me ocurrió que había cometido un error regalándole a esta persona un elefante tan especial, puesto que no le ofrecía un ambiente adecuado para su desarrollo. Me parecía, de hecho, que el elefante había sido arruinado. Algo así como una historia que escuché una vez sobre un elefante. Sí, pero esto era al revés. Se me hace que si querían hacerle daño a un elefante blanco lo único que tenían que hacer era regalárselo a este sujeto. Pobre elefante. Pero qué errorazo había cometido regalándolo a este personaje cruel.
Pensé en llevarme al elefante en ese mismo momento. Pero al final decidí que eso era mala idea, ¿quién era yo para interferir entre un hombre y su mascota? Aún más, había sido yo quien había regalado al elefante, y como reza el refrán “el que da y quita...”
Mas, a la mañana siguiente me arrepentí de no haberme llevado al elefante, cuando leí cómo en el asfalto, frente al edificio donde vivían el elefante y su dueño, aparecieron, estampados los cadáveres de un blanco paquidermo y justo debajo, triturado por el peso del primero, la masa amorfa de aquel a quien yo, una vez, tuve la gentileza de obsequiar con tan malograda maravilla.