Jugué a ser la muerte. No la muerte verdadera sino aquella alegórica y antropomórfica de los cuentos y poemas, la que puede ser madrina de un hombre o hacer bailar a los cadáveres al compás de su violín.
En mi macabro caminar experimenté lo que creo viviría la muerte (qué irónico se lee, ¿no les parece?) si caminara entre nosotros, si tuviera forma humana, si estuviera viva (insisto, qué paradójico, ¿eh?), si fuera un tipo alto y delgado, un poco encorvado, con profundas ojeras negras y un caminar algo torpe.
Así, sin otorgar privilegios a persona alguna, dejé pasar a quienes debían seguir su camino y vi, casi al mismo tiempo, cómo algún otro me evitaba, quizás creyendo que íbamos a toparnos abruptamente; algunos osaron seguir un rumbo de colisión directa hacia mí, aún cuando en el último momento me esquivaron, no sé si arrepentidos o más bien siguiendo un esquema previsto; me asustó el sonido de la vida, el grito de una persona, porque aún cuando lo inanimado también produce sonido, la vida suena de una manera más desafiante e impredecible; noté que los seres vivos más primitivos me percibían atentamente, la mayoría sin temor, aún cuando algunos de ellos sí me rehuyeron con verdadero terror, sin comprender el porqué.
Cuando mi marcha macabra estaba por terminar, un jovencito jugando también a ser la muerte, disfrazado con una máscara de calavera (el muy calavera; cuánto descaro promueven las caretas...), vistiendo una túnica de tono oscuro, y quien se divertía tratando de espantar a los transeúntes (trataba, reitero) se me acercó, me dejó pasar y luego comenzó a seguirme; a los pocos pasos me volteé y avancé hacia él, así que se detuvo y retrocedió sorprendido. Entonces lo supe: para ser la muerte no es necesario el disfraz ni la actitud bravucona, esas son poses; la muerte no anda espantando a nadie, simplemente es lo que no es.
1 comentario:
Es de la noche halloween, va...
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