"Como vos, Cándido, mis primeras letras las aprendí en un castillo donde todo era felicidad. Pero, nada de eso puede durar permanentemente." Le dijo Peto al hijo literario de Voltaire.
"Últimamente, ya no creo que vivamos en 'el mejor mundo posible'; quizás no sea 'el peor mundo posible', pero definitivamente no está nada bien. Y todavía hay quien se obstina en que veamos 'la belleza del mundo'... no, no es que crea que no existe la belleza, pero no creo que sea la que mencionan los optimistas, los cándidos (no te sintás aludido)." Peto había comenzado a discursear, lo cual significaba que Cándido seguramente no tendría la oportunidad de decir una palabra.
"Soy un pesimista, ya lo sé. No puedo evitarlo, ni quiero hacerlo en realidad. Así soy yo."
Cándido sonreía de una manera aparentemente ingenua, afable. Pero Peto sabía que la ingenuidad ya no existía más en su interlocutor, que entre ellos dos no había ni un gramo de confianza en la bondad del ser humano (bueno, quizás un poquitín... no hay que exagerar, porque sería una falacia por generalización, blablablá).
"Mejor me voy a trabajar en mi jardín." Dijo Cándido, y se fue.
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