viernes, 7 de noviembre de 2008

Cuento Original: ¡JA-JA!





Este relato está dedicado, respetuosamente, a mi buen y paciente amigo Octavio Enríquez. Aún cuando la temática es autobiográfica; es decir, trata acerca de mí.
...


Rió y su carcajada resonó en cada esquina:

“¡JA-JA!”

Se creía tan gracioso. Casi podía sentir la comicidad atravesando su cuerpo.

Ahora bien, utilizamos el término “sentir” con cierta amplitud, con alguna libertad, hemos de reconocer, porque si bien se suponía que nuestro individuo era un ser sensible y sensitivo, más bien sólo representaba esto último en una cuasi absoluta ausencia de lo primero. Y, por aparte, las sensaciones que tenía estaban bastante distorsionadas por haber bebido ávidamente del cáliz dionisiaco.

Había llegado a la reunión social y repentinamente lo había golpeado el hecho de sentirse terriblemente inadaptado. Definitivamente, algo no estuvo bien en su educación, puesto que él no estaba integrado satisfactoriamente a la sociedad, y no nos referimos a la pasividad de una insociabilidad, sino también a ciertos rasgos antisociales.

Cuando le preguntaron qué deseaba beber, él respondió tratando de pasar por ingenioso que quería una cuba, “pero, una cuba socialista…”, y quien se la sirvió le respondió, “ah, una cuba ja-ja…”, y le entregó la bebida preparada impecablemente.

Comenzó a beber y sintió los efectos relajantes del ron. “Ah, el ron…”, pensaba, “… la bebida que tomaban los marinos ingleses cada mañana para fortalecerse. Y, claro, también los piratas…” Y como pirata, el ron lo despojaba, pero de su sensatez.

¿En qué momento comenzó todo esto? O más bien, ¿de qué manera? Es que no podía recordarlo, o quizás era simplemente que no podía entenderlo. En estas historias, que eran la frecuencia de su vida, siempre había una pregunta, la cuestión fundamental, claro es: ¿por qué?

¿Por qué se tornaba repentinamente en todo lo que él odiaba (o creía odiar)? ¿por qué, de manera inesperada, él hacía a otros lo que no quería que le hicieran? ¿Por qué era capaz de lastimar a quienes amaba más?

Sería mentir si dijéramos que nunca había respondido estas preguntas. Lo había hecho, por supuesto. Y las respuestas que encontraba eran de diversos tipos, psicológicas, filosóficas, morales, etc. Pero, el hecho es que eran respuestas y no soluciones; el problema fundamental no estaba resuelto. Algo estaba descompuesto y él, evidentemente, no era capaz de arreglarlo.

“¿Por qué?”

“¡¿Por qué?!”

“¡¡¿POR QUÉ?!”

No había sido capaz de resolver el enigma. En vez de eso, cada vez más, se había internado en un laberinto… y él sabía que en los laberintos hay, por lo menos, una bestia capaz de matar y devorar a un hombre… o, a lo mejor, de comérselo vivo, nunca se sabe, la verdad.

Vivía por reflejo condicionado y lo sabía. El caos en su interior era fácil de identificar en su exterior, en sus relaciones sociales, en sus actividades cotidianas, incluso en el desorden de su habitación-estudio-lo que sea.

Y así, así sin más, así como era él, sin estar muy seguro (quitémosle el muy) de qué carajos pasaba consigo mismo, extraviado en ese infinito laberinto que era su propia vida; así llegó a la reunión social, se bebió su primer “cuba ja-ja”, sintió al cómico en él emerger, escuchó cómo se reía macabramente, sonrió de oreja a oreja (como nunca lo había hecho) y comenzó la función, “su función”.

De repente sintió los reflectores en la cara, pequeñas lucecitas fijas en él, atentas a cada movimiento que hacía. Lo seguían en cada una de sus gesticulaciones, de sus pantomimas.

Él reía y parecía como si un eco (sería la resonancia del laberinto) hacía que su risa se tornara ensordecedora. ¡JA-JA!

“¡JA-JA!” Todo el mundo reía con él, cada cosa que decía era graciosa. Él era el bufón y lo estaba gozando.

Cuando encontró el chiste perfecto, decidió apegarse a él, a fin de cuentas, hay que continuar con lo que funciona. Siguió con su chiste de repetición, ¡JA-JA!, “ES QUE ES TAN GRACIOSO, PERO TAN GRACIOSO”.

Parecía que ya no quedaba nada de su timidez inicial, estaba en el extremo opuesto, sin haber pasado nunca por el intermedio.

Entonces, escuchó el bramido de la bestia (un minotauro, supongo), la criatura que habitaba en el laberinto y que no parecía dispuesta a dejarle en paz ni en su momento de mayor gloria, en el más grande de sus triunfos.

Y, aún cuando nos parezca increíble, la vio frente a él. Era realmente monstruosa, era un engendro repulsivo.
Como un relámpago, recordó algo, era un párrafo de cierto cuento escrito por Oscar Wilde, que él había leído hacía tiempo. Se titulaba El Cumpleaños de la Infanta:

“Cuando al final la verdad se abrió paso en su mente, el enano lanzó un aullido un grito de desesperación y cayó al pavimento sollozando. ¡Ese ser deforme y jorobado, de aspecto horrible y grotesco, era él! ¡Era él mismo, él era el monstruo, y era de él de quien se habían reído todos los muchachos... y la Princesita, en cuyo amor creyera...”

El párrafo describía justo el momento cuando este noble personaje, el enanito, cuya belleza interna era formidable, veía por vez primera, reflejada en un espejo, la imagen de su cuerpo deforme…

Y ahora le tocaba a él, a nuestro individuo, de una fealdad interna abominable, ver la verdad sobre sí mismo. Ahí estaba la bestia ante sí, la bestia bramante. Pero no era exactamente un minotauro. La voz gutural que emitía era cada vez más familiar, la había escuchado antes, pero dónde, esto no lo podía recordar…

Escuchó más atentamente, ¿cómo sonaba...? ¿qué era lo que decía?

Ah sí, ahora lo sabía:

¡JA-JA!

“Sí…”

“¡JA – JA!”




Imagen: Tomada por Alex Luna

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