"Pensaba en aquella mona domesticada, tan amiga de los hombres, que jugaba con ellos, comía con ellos, pero que un día reconoció en el asado, presentado en una fuente, a un hijito suyo, lo cogió apresuradamente, se fue corriendo con él al bosque, y no volvió a aparecer entre sus amigos los hombres..."
Noches Florentinas, Segunda Noche. Heinrich Heine.
domingo, 30 de mayo de 2010
domingo, 23 de mayo de 2010
cita petoulquiana: metamorfosis
"Una vez Chuang Chou soñó que él era una mariposa, una mariposa revoloteando alrededor, feliz consigo mismo y haciendo lo que le placía. Él no sabía que era Chuang Chou. Repentinamente despertó y allí estaba, sólido y sin lugar a dudas Chuang Chou. Pero él no sabía si era Chuang Chou quien había soñado que era una mariposa, o una mariposa soñando que era Chuang Chou. Entre una mariposa y Chuang Chou ¡tiene que haber alguna distinción! Esto es llamado, la Transformación de las Cosas."
(¡¿La Metamorfosis?!)
Zhuangzi. Zhuangzi, Capítulo 2.
(¡¿La Metamorfosis?!)
Zhuangzi. Zhuangzi, Capítulo 2.
sábado, 15 de mayo de 2010
cita petoulquiana: máquinas
"Le confesaré, María, que el hecho de que Inglaterra no me acabe de gustar nada, ni en sus hombres ni en su cocina, depende, en parte, de mí mismo. Llegué de mi tierra con una buena provisión del mal humor y buscaba solaz precisamente en un pueblo que mata su aburrimiento con el vértigo de la actividad política y mercantil. La perfección de las máquinas, que allí se aplican en todas partes y que toman a su cargo muchas operaciones, antes reservadas a los hombres, me producía un efecto siniestro. Ese mecanismo artificial de ruedas, palancas, cilindros y miles de clavos, ganchos y dientes pequeños, que se mueven casi apasionadamente, me llenaba de horror. Lo preciso, lo exacto, lo medido, la puntualidad con que se realiza la vida de los ingleses no me atemorizaba menos. Pues si en Inglaterra las máquinas nos parecen hombres, los hombres, a su vez, nos parecen máquinas. Dijérase que la madera, el hierro y el latón han usurpado el espíritu del hombre y se han vuelto casi locos de puro exceso espiritual; mientras que el hombre, desespiritualizado, realiza como un espectro, maquinalmente, sus negocios habituales, toma en el preciso momento sus biftecs, pronuncia discursos parlamentarios, se cepilla las uñas, monta en el Stage Coach o se ahorca."
Heine, Heinrich. Noches Florentinas, Segunda Noche.
Heine, Heinrich. Noches Florentinas, Segunda Noche.
sábado, 1 de mayo de 2010
Cuento original: El conejo saltó (5 de 5: final)
5
Cada vez se olvidaba más. Así lo había querido. Él buscó hundirse en el olvido, en la oscuridad más absoluta. Quería huir de la memoria, del pasado que le perseguía como el más tenaz cazador.
A cada salto que él daba, el pasado ya estaba sobre él. Claro es, el pasado estaba siempre a la zaga. Eso era lo malo, que a la zaga o como fuera, siempre estaba, siempre. El pasado era implacable. Era como si él, aún cuando iba adelante, atizara al pasado por detrás. Pero no, sin distorsiones de lo lineal, se podría decir que él jalaba del pasado como un caballo tira de una carreta.
Cada vez se olvidaba más de quién era él, de qué era. No quería ya saber de donde venía, ya no quería tener a donde ir, ya no quería querer.
Comenzó a hundirse y se olvidó de los porqués y para-qués. Ya no comía por apetito o para nutrirse, lo hacía por costumbre.
Así, un día se olvidó de por qué huía y para qué. Y simplemente huyó.
Pero ahora ocurría lo inverso, estaba recordando, no porque quisiera sino porque así es la vida: impredecible.
Ahora recordaba que tenía miedo, recordaba porqué lo tenía. Y sentía angustia, pensaba acerca del pasado (con remordimiento) y acerca del futuro (con ansiedad).
En determinado momento se preguntó algo que, al siguiente instante quiso olvidar, “¿quién soy?”
El conejo saltó. Siempre había estado al borde, pero se aburrió de estar así. Saltó al vacío y cayó, pero no se estrelló contra el suelo, solamente siguió cayendo. Ya una vez había experimentado el ir hacia abajo, siempre más y más hacia lo profundo, pero ahora era distinto...
De la oscuridad, de la boca negra y redonda, antítesis de la blanquísima esfera de la luna, un conejo saltó. Todos los niños le aplaudieron al mago que acababa de hacerlo aparecer, sacándolo de su chistera, extrayéndolo de la nada, donde todo simplemente cae sin tocar fondo.
Sí, el conejo, blanquísimo, contrastante con la negrísima y lustrosa chistera, asomó primero el hocico, con su bigotes, luego sus ojos rojos, y después, perdiendo toda la timidez, como si cambiara de piel, de piel de conejo, tomando impulso...
El conejo saltó.
Cada vez se olvidaba más. Así lo había querido. Él buscó hundirse en el olvido, en la oscuridad más absoluta. Quería huir de la memoria, del pasado que le perseguía como el más tenaz cazador.
A cada salto que él daba, el pasado ya estaba sobre él. Claro es, el pasado estaba siempre a la zaga. Eso era lo malo, que a la zaga o como fuera, siempre estaba, siempre. El pasado era implacable. Era como si él, aún cuando iba adelante, atizara al pasado por detrás. Pero no, sin distorsiones de lo lineal, se podría decir que él jalaba del pasado como un caballo tira de una carreta.
Cada vez se olvidaba más de quién era él, de qué era. No quería ya saber de donde venía, ya no quería tener a donde ir, ya no quería querer.
Comenzó a hundirse y se olvidó de los porqués y para-qués. Ya no comía por apetito o para nutrirse, lo hacía por costumbre.
Así, un día se olvidó de por qué huía y para qué. Y simplemente huyó.
Pero ahora ocurría lo inverso, estaba recordando, no porque quisiera sino porque así es la vida: impredecible.
Ahora recordaba que tenía miedo, recordaba porqué lo tenía. Y sentía angustia, pensaba acerca del pasado (con remordimiento) y acerca del futuro (con ansiedad).
En determinado momento se preguntó algo que, al siguiente instante quiso olvidar, “¿quién soy?”
...
El conejo saltó. Siempre había estado al borde, pero se aburrió de estar así. Saltó al vacío y cayó, pero no se estrelló contra el suelo, solamente siguió cayendo. Ya una vez había experimentado el ir hacia abajo, siempre más y más hacia lo profundo, pero ahora era distinto...
De la oscuridad, de la boca negra y redonda, antítesis de la blanquísima esfera de la luna, un conejo saltó. Todos los niños le aplaudieron al mago que acababa de hacerlo aparecer, sacándolo de su chistera, extrayéndolo de la nada, donde todo simplemente cae sin tocar fondo.
Sí, el conejo, blanquísimo, contrastante con la negrísima y lustrosa chistera, asomó primero el hocico, con su bigotes, luego sus ojos rojos, y después, perdiendo toda la timidez, como si cambiara de piel, de piel de conejo, tomando impulso...
El conejo saltó.
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