Sin piel, sin carne, sin vísceras, solamente los huesos: un esqueleto.
Siempre he pensado (sí, siempre, pues siempre generalizo lo que pienso, y como pienso siempre, siempre generalizo) que las cosas deben ser lo más simples posible, sin mayores ornamentos: clásicas (como el arte clásico griego, el período clásico en la música, qué sé yo). Por eso, al leerme, Vds. se podrán encontrar con cierta insipidez, a lo mejor muchos tácitos (ausencias, digamos).
Pero, como siempre (siempre, siempre), hay una contradicción porque, en realidad, soy un romántico (y nada hay más opuesto al clasicismo que el romanticismo [bueno, a lo mejor le es más contrastante el barroquismo]); y no soy exactamente lo que se podría denominar breve en mis conversaciones y escritos.
Así que, soy y no soy un esqueleto. Un esqueleto con panza, digamos. Lo que implica ciertas vísceras: lengua, tracto digestivo, hasta llegar a las gónadas (supongo que la visión de semejante monstruosidad podría disgustar a las personas más sensibles).
Ser o no ser un esqueleto, esa es la cuestión. No implica una decisión, no son dos opciones, es una sola condición. Corrijamos: Ser y no ser un esqueleto.
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