Había abierto mi paraguas, estaba decidido a retirarme, entonces la vi… (cerré el paraguas) y no supe qué (más) hacer, excepto quedármele mirando: Estaba bajo la lluvia. Simplemente bajo la lluvia. Sin nadie alrededor (todos habían buscado refugio para no quedar empapados, ella no).
Repentinamente, varias preguntas aparecieron en mi mente.
La primera fue, “¿Qué está haciendo ahí?”. Si Vds. la hubieran visto, quizás me entenderían, quizás (A veces ni yo mismo lo entiendo. Ni yo mismo me entiendo, a decir verdad).
Y la segunda, “¿Por qué está ahí?”. El hecho de estar ella ahí, bajo la lluvia, empapándose, en determinado momento viendo hacia el cielo, cerrando sus ojos y expresando mediante cierta calma en su rostro que se sentía extasiada, me pareció menos importante que la razón por la cual estaba ahí, ¿cuál era el motivo que la impulsaba a estar bajo la lluvia, sencillamente mojándose?
Y a éstas siguieron otras, por supuesto, pero tan poco importantes que ya las he olvidado. Digamos que carecían de importancia histórica.
¿Qué hacer? Me lo preguntaba una y otra vez.
Acababa de mejorarme de una gripe terrible. A lo mejor alguno de Vds., caros lectores, alguna vez haya padecido de gripe, pero no de gripe terrible, puesto que ésta es como l’enfant terrible de las gripes. Es tremenda.
Casi nunca tengo gripe, pero cuando me da, cuando me invade más bien, no es una guerra, es una masacre, y la víctima soy yo. Eso es todo.
Por lo anterior, la pregunta “¿qué hacer?” no era una fácil de responder.
Acercarme, en todo caso, implicaba gran peligro para mi salud. Ya ven que no era cosa sencilla.
Aparte estaba el factor, ¿por qué carajos podría ser una buena idea el acercarme?, además, ¿para qué? ¿qué esperaba lograr con ello?
Ah, pero ésta era una pregunta que sí tenía fácil respuesta. Y si no se la daba era por cobardía, por no atreverme a confrontar el hecho. La razón que me obligaba, que me compelía a acercarme, era que aquella escena, esa mujer empapándose bajo aquel diluvio, por lo extraño que se presentaba ante mis ojos, ante mi alma, resultaba algo completamente fascinante. La naturaleza de mi impresión, por supuesto es inefable (sólo palabritas, ¿no es cierto?). Pero, ejemplifiquémoslo de esta manera, yo me sentía como una polilla atraída hacia la luz de una vela (lindísimo lugar común, ¿verdad?).
Sin pensarlo más, harto ante mi propia indecisión, me acerqué tratando de no mojarme demasiado (en esto, fallé en lo poco, en lo mucho y en lo absoluto) para no caer víctima otra vez de mi temido enfant.
Estando a la par de ella, sin decir nada, y por quién sabe qué estúpida causa, cometí el más grave error de esta narración. Un acto comparable, qué sé yo, con Pandora abriendo la caja o con la infamia de mezclar un buen ron con Caca Cola:
Abrí mi paraguas sobre ella.
Eso fue todo.
La magia murió. Esa noche, en ese justo momento murieron no sé cuántas hadas, se les rompió el corazón (y toda esa parafernalia de tipo modernista…).
Justo cuando abrí el paraguas dejó de llover…
O bien:
Justo cuando abrí el paraguas fue como despertar de un sueño….
O:
Justo cuando abrí el paraguas este cuento se acabó.
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